VATICANO, 13 Feb. 13 / 08:36 am (ACI).- Queridos
hermanos y hermanas:
Hoy, Miércoles de Ceniza, comenzamos el tiempo
litúrgico de la Cuaresma,
cuarenta días que nos preparan para la celebración de la Santa Pascua:
es un tiempo de particular esfuerzo en nuestro camino espiritual.
El número cuarenta aparece varias veces en las
Sagradas Escrituras. En particular, como sabemos, recuerda los cuarenta años en
los que el pueblo de Israel peregrinó en el desierto: un largo periodo de
formación para convertirse en pueblo de Dios, pero también un largo periodo en
el que la tentación de ser infieles a la alianza con el Señor estuvo siempre
presente.
Cuarenta fueron también los días de camino del
profeta Elías para alcanzar el Monte de Dios, el Horeb, como también el periodo
que Jesús pasó en el desierto antes de iniciar su vida pública y donde fue tentado por el
diablo. En esta catequesis
quisiera reflexionar sobre este momento de la vida terrena del Señor, que
leeremos en el Evangelio del próximo domingo.
Antes que nada, el desierto donde Jesús se
retira, es el lugar del silencio, de la pobreza, donde el hombre está privado
de los apoyos materiales y se encuentra ante las preguntas fundamentales de la
existencia, está destinado a ir a lo esencial y por ello es más fácil encontrar
a Dios. Pero el desierto es también el lugar de la muerte, porque donde no hay
agua no hay tampoco vida, y es el lugar de la soledad, en el que el hombre
siente más intensa la tentación.
Jesús va al desierto y allí experimenta la
tentación de dejar el camino indicado por el Padre para seguir otros caminos
más fáciles y mundanos (cfr Lc 4,1-13). Así Él se carga de nuestras
tentaciones, porta consigo nuestra miseria para vencer al maligno y abrirnos al
camino hacia Dios, el camino de la conversión.
Reflexionar sobre las tentaciones a las que es
expuesto Jesús en el desierto es una invitación para cada uno de nosotros a
responder a una pregunta fundamental: ¿qué cosa cuenta realmente en mi vida? En
la primera tentación el diablo propone a Jesús cambiar una piedra en pan para
calmar el hambre. Jesús responde que el hombre vive de pan, pero no sólo de él:
sin una respuesta al hambre de verdad, al hambre de Dios, el hombre no se puede
salvar (cfr vv. 3-4).
En la segunda tentación, el diablo propone a
Jesús el camino del poder: lo conduce a lo alto y le ofrece el dominio del
mundo; pero no es éste el camino de Dios: Jesús tiene bien claro que no es el
poder mundano el que salva al mundo sino el poder de la cruz, de la humildad, del
amor (cfr vv. 5-8).
En la tercera tentación el diablo propone a Jesús
lanzarse del pináculo del Templo de Jerusalén y hacerse salvar por Dios con sus
ángeles, cumplir así cualquier cosa sensacional para poner a prueba a Dios
mismo. Pero la respuesta es que Dios no es un objeto al que se le impone
nuestras condiciones: es el Señor de todo (cfr vv. 9-12).
¿Cuál es el núcleo de las tres tentaciones que
experimenta Jesús? Es la propuesta de instrumentalizar a Dios, de usarlo para
los propios intereses, para la propia gloria y para el propio éxito. Y
entonces, en esencia, ponerse uno mismo en el lugar de Dios, sacándolo de la
propia existencia y haciéndolo parecer superfluo. Cada uno debería preguntarse
entonces: ¿qué lugar tiene Dios en mi vida? ¿Es Él el Señor o lo soy yo?
Superar la tentación de someter a Dios a sí y a
los propios intereses o de ponerlo en un ángulo y convertirse al justo orden de
prioridad, dar a Dios el primer puesto, es un camino que cada cristiano debe
recorrer siempre de nuevo. "Convertirse", una invitación que
escucharemos muchas veces en Cuaresma, significa seguir a Jesús de modo que su
Evangelio sea guía concreta de la vida, significa dejar que Dios nos transforme,
dejar de pensar que somos nosotros los únicos constructores de nuestra
existencia, significa reconocer que somos criaturas, que dependemos de Dios, de
su amor, y sobre todo "perdiendo" nuestra vida en Él podemos ganarla.
Esto exige hacer nuestras elecciones a la luz de
la Palabra de Dios. Hoy ya no se puede ser cristianos como simple consecuencia
del hecho de vivir en una sociedad que tiene raíces cristianas: también quien
nace de una familia
cristiana y es educado religiosamente debe, cada día, renovar la opción de ser
cristiano, es decir dar a Dios el primer lugar ante las tentaciones que una
cultura secularizada propone continuamente, ante el juicio crítico de muchos
contemporáneos.
Las pruebas a las cuales la sociedad actual
somete al cristiano, de hecho, son muchas y tocan la vida personal y social. No
es fácil ser fieles al matrimonio
cristiano, practicar la misericordia en la vida cotidiana, dejar espacio a la oración y al silencio
interior, no es fácil oponerse públicamente a opciones que muchos consideran
obvias, como el aborto
en el caso de un embarazo no deseado, la eutanasia en caso de
enfermedad grave o la selección de embriones para prevenir enfermedades
hereditarias. La tentación de poner aparte la propia fe siempre está presente y
la conversión se vuelve una respuesta a Dios que debe ser confirmada más veces
en la vida.
Son ejemplo y estímulo las grandes conversiones
como la de San Pablo en el camino a Damasco, o la de San Agustín, pero también en
nuestra época de eclipse del sentido de lo sagrado la gracias de Dios actúa y
obra maravillas en la vida de muchas personas. El Señor no se cansa de tocar a
la puerta del hombre en contextos sociales y culturales que parecen infestados
por la secularización, como sucedió con el ruso ortodoxo Pavel Florenskij.
Luego de recibir una educación completamente
agnóstica, tanto así como para probar verdaderamente la propia hostilidad hacia
la enseñanza religiosa impartida en la escuela, el científico Florenskij se
descubre exclamando: "¡No, no se puede vivir sin Dios!" y cambia
completamente su vida, tanto así que se hace monje.
Pienso también en la figura de Etty Hillesum, una
joven holandesa de origen judío que murió en Auschwitz. Inicialmente lejana a
Dios, lo descubre mirando en profundidad dentro de sí misma y escribe: "Un
pozo muy profundo hay dentro de mí. Y Dios está en ese pozo. Tal vez logre
alcanzarlo, aunque lo cubren con frecuencia la piedra y la arena Dios está
sepultado. Hace falta de nuevo que lo desentierre" (Diario, 97).
En su vida dispersa e inquieta, reencuentra a
Dios en medio de la gran tragedia del novecientos, la Shoah. Esta joven frágil
e insatisfecha, transfigurada por la fe, se transforma en una mujer llena de
amor y paz interior, capaz de afirmar: "Vivo constantemente en intimidad
con Dios".
La capacidad de oponerse a las adulaciones
ideológicas de su tiempo para así elegir la búsqueda de la verdad y abrirse al
descubrimiento de la fe es testimoniada por otra mujer de nuestro tiempo, la
estadounidense Dorothy Day.
En su autobiografía confiesa abiertamente que ha caído en la tentación de
resolver todo con la política, adhiriéndose a la propuesta marxista:
"Quería ir con los manifestantes, ir a la cárcel, escribir, influenciar a
otros y dejar mi sueño al mundo. ¡Cuánta ambición y cuánta búsqueda de mí misma
había en todo esto!"
El camino hacia la fe en un ambiente así
secularizado era particularmente difícil, pero la Gracia obra, como ella misma
subraya: "es cierto que sentí más frecuentemente la necesidad de ir a la iglesia, de arrodillarme,
de poner mi cabeza en oración. Un instinto ciego, se podría decir, porque no era
consciente de rezar. Pero iba, me ponía en la atmósfera de oración…" Dios
la ha conducido a una adhesión consciente a la Iglesia, en una vida dedicada a
los desheredados.
En nuestra época no son pocas las conversiones
intensas como el retorno de quien, luego de una educación cristiana con
frecuencia superficial, se ha alejado por años de la fe y luego redescubre a
Cristo y su Evangelio. En el libro del Apocalipsis leemos: "Mira que estoy
a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, entraré y
cenaré con él y él conmigo" (3, 20). Nuestro hombre interior debe
prepararse para ser visitado por Dios y por ello no debe dejarse invadir por
las ilusiones, las apariencias, las cosas materiales.
En este tiempo de Cuaresma, en el Año de la Fe, renovemos
nuestro esfuerzo en el camino de conversión, para superar la tendencia de
cerrarnos en nosotros mismos y para hacer, en vez de eso, espacio a Dios,
mirando con sus ojos la realidad cotidiana. La alternativa entre cerrarnos a
nuestro egoísmo y la apertura al amor de Dios y los demás, podríamos decir que
corresponde a la alternativa de las tentaciones de Jesús: alternativa entre el
poder humano y el amor de la Cruz, entre una redención vista solo en el
bienestar material y una redención como obra de Dios, al que debemos dar el
primado en la existencia.
Convertirse significa no cerrarse en la búsqueda
del propio éxito, del propio prestigio, de la propia posición, sino hacer que
cada día, en las pequeñas cosas, la verdad y la fe en Dios y el amor se conviertan
en la cosa más importante.
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