El Concilio Vaticano II fue un acontecimiento que cambió el
rostro de la Iglesia. Algunos se empeñan en documentar la sangría de vocaciones
para justificar que el aggiornamiento supuso un terremoto en los conventos y
seminarios. Tal vez peque de osada si muestro mi reflexión personal sin más
armaduras que las teclas de la máquina. Pero creo que es injusto y hasta
desmoralizador para el creyente que se aireen estadísticas sin tener en cuenta
determinadas circunstancias.
La segunda guerra mundial trajo una reconstrucción de Europa
que convulsionó en los años sesenta. El esquema de pensamiento que se había
mantenido incólume durante generaciones, de repente quedó cuestionado y se vino
abajo. El progreso material de la sociedad dio paso al consumismo y al estado
del bienestar. La revolución sexual y el feminismo tomaron carta de naturaleza entre
los más jóvenes. La utopía política mutó en aquellos años que idealizaron la
revolución cubana. Ese panorama social de búsqueda de nuevas alternativas, de
cambios que afectaban directamente a la familia, tenía que manifestarse también
en las estructuras de la Iglesia.
Por una parte las mujeres devaluaron el papel al que habían
sido destinadas durante generaciones. Muchas de ellas lucharon por abrirse paso
en el mundo laboral, cambiando la fisonomía social. El trabajo de la mujer le
supuso no depender económicamente del marido, lo que también permitiría que la
unión perdiera las características que durante años habían funcionado. Con un
trabajo y dinero para sobrevivir, nadie soportaba una unión que no tuviera unas
bases sólidas. La familia siguió siendo la célula principal de la sociedad,
pero enormemente influenciada por el cine y la televisión, cuyo fenómeno social
determinó muchos cambios generacionales.
Por otra parte, el bienestar social redujo el campo de
acción de las religiosas. La sociedad civil adoptó leyes que cubrían las
necesidades básicas de la población. La enseñanza se universalizó al mismo
tiempo que la sanidad. De manera que las instituciones religiosas perdieron
parte de su atractivo para muchas generaciones. No era necesario ser monja para
enseñar a los niños, o para cuidar de los más vulnerables. La sociedad civil
les restó todo el protagonismo que durante siglos habían tenido las
instituciones de la Iglesia. En esas condiciones era lógico que se redujesen en
número, incluso que muchos se cuestionasen el lugar que ocupaban en sus
congregaciones.
El sacerdocio por su parte perdió prestigio social, ya no
era una salida válida para los jóvenes del mundo rural. Las normas morales que
habían sido firmes durante siglos, caían en desuso, se cuestionaban. La revolución
social fue imparable durante años. La teología de la liberación hizo su agosto
en países que estaban sometidos a unas condiciones sociales determinadas. Pero
no resolvió la crisis que se había abierto en el seno de la Iglesia. Fueron
años de tanteos y bamboleos que siguieron sangrando las órdenes religiosas
masculinas y femeninas. Se cuestionaba el celibato, el sacerdocio femenino, el
aborto, la homosexualidad. Cosas que habían estado cuadriculadas durante
siglos, explosionaban ahora de manera radical.
No era difícil por tanto que esas personas que hicieron una
opción de vida, tuvieran sus crisis personales y muchas reconsiderasen su
camino. El mundo había cambiado, ya no era como el de sus antepasados. Había
por tanto que encontrar nuevos caminos y nuevas formas de conectar con la
sociedad. Y ahí tuvieron lugar esos experimentos con gaseosa que todos
conocemos. Algo que trajo una Iglesia de dos velocidades, la de los
progresistas y la de los conservadores. Una Iglesia sometida al vaivén de los cambios
sociales y otra empeñada en circunscribirse a la tradición. Sólo ahora tras
cincuenta años de convulsiones podemos afirmar que se va abriendo una nueva
vía.
Pero sin duda los institutos religiosos de la Europa en
crisis, tienen escaso futuro en las condiciones actuales. Es inevitable que se
reduzcan sus efectivos, porque su función ha quedado obsoleta. Sólo podrán
crecer en países donde se produzcan las condiciones sociales que haga necesaria
su presencia. Desde luego seguirán existiendo las órdenes religiosas, su papel
no es decorativo, siempre habrá vocaciones a la vida consagrada, pero el campo
de actuación será diferente.
Hemos ido viendo como algunos institutos de corte
conservador y austero crecían en número, mientras disminuían quienes más habían
arriesgado en su transformación. Es la purificación que la Iglesia necesitaba.
Resurgen institutos dedicados al apostolado y la oración, disminuyen los de
acción social. Y es lógico que sea así en una Europa consumista y con las
necesidades básicas cubiertas. Difícil que sea igual en los países emergentes
con los problemas de esclavitud infantil y de explotación laboral. Allí el
campo social sigue siendo básico y necesario.
De manera que me gustaría romper una lanza a favor de esos
religiosos que están viendo desaparecer sus congregaciones, atacadas por el
abandono de unos y la falta de vocaciones. Creo que son víctimas de unas
condiciones sociales que les han rebasado. Han hecho todo lo que estaba en su
mano por adaptarse al cambio, pero dudo mucho que puedan modificar la dirección
que ha ido marcando la nueva revolución tecnológica y la globalización.
No es justo mofarse de una crisis que afecta a todas las
estructuras sociales que se habían mantenido firmes durante generaciones.
Estamos viviendo una ingeniera social sin precedentes que también ha afectado a
la vida religiosa, el rumbo de ahora determinará el futuro. Pero ya nada será
como antaño, de eso podemos estar seguros. Mientras tanto la Iglesia guiada por
el Espíritu seguirá suscitando nuevos modelos de vida religiosa y exigirá más
compromiso por parte de los laicos. La religión no tiene cabida en un mundo que
ha dado la espalda a Dios, de manera que es inevitable que vayamos a ocupar un
lugar minoritario, pero eso no impedirá que surjan nuevas experiencias en la
nueva sociedad del siglo XXI.
Fuente: blogs.periodistadigital.com
Fuente: blogs.periodistadigital.com
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