El abrazo es un lenguaje que vale la pena descifrar ya que
un abrazo reemplaza a las palabras.
Un proverbio dice que necesitamos cuatro abrazos diarios
para sobrevivir, ocho para mantenernos y doce para crecer.
Francisco podría definirse como “el hombre de los abrazos”,
aquel que supo abrazar realmente a todos y a todo. Ya desde el comienzo se
sintió llamado a un estilo de vida nueva y se dio a él con ahínco.
Pero muy pronto se le juntaron hermanos de todo tipo y no
puso ninguna pega a nadie, recibió a todos, abrazó a todos. Con tal de que el
Evangelio de Jesús les interesara de verdad, ya no había condiciones.
Cuando, ya mayor, echaba la vista atrás repetía: “El Señor
me dio hermanos”.
Fueron para él como un don de Jesús y los abrazó con toda
calidez, con todo cuidado. Alguno de sus amigos le daban el calificativo de
“madre” en vez de padre.
Fue el regazo cálido de una madre para quienes buscaban la
fraternidad.
Y ellos, no guardaron sus abrazos para ellos solos. Se
lanzaron a los pueblos para ofrecer aquel nuevo estilo de vida, el que incluía
el amor y el abrazo como núcleo de más honda verdad.
Desde aquel memorable abrazo que Francisco había dado en sus
años jóvenes a un leproso, había aprendido que las dolencias del alma son tan
importantes como las del cuerpo. Y que aquellas solamente se curan a base de
abrazos.
Había visto su propia vida abrazada por Jesús y quería
repetir esa terapia en toda persona que sufre.
Sin duda que esa terapia dio estupendos resultados y que el
dolor de la gente sencilla menguaba cuando los hermanos los envolvían en sus
abrazos sencillos y sin doblez.
Tan potente era la fuente de la que brotaban aquellos
abrazos que éstos se extendían no solamente a las personas, sino incluso a las
cosas.
El sol, la luna, la tierra, las plantas, los gusanos, las
piedras, el fuego, eran de verdad “hermanas”.
Francisco tuvo mil y un motivos para renegar de una
comunidad que derivaba hacia caminos que no eran los que él había marcado al
principio. Pero no lo hizo.
Él siguió siendo hermano igual que al comienzo. Su abrazo
estaba ahora hecho de sufrimiento y de dolor, envuelto en lágrimas.
Pero siguió abrazando a los hermanos porque creyó firmemente
que si se rompía aquel abrazo, si se quebraba la fraternidad, nada ya tendría
sentido.
Su sueño lo había expresado hacía muchos años: “Quiero que
mi hermanos se llamen hermanos menores”. Y él mantuvo ese sueño por encima de
todo.
Nada de esto habría sido posible sin el gran abrazo, aquel
que Jesús crucificado dio a Francisco, abrazo estrecho, gozoso y doloroso, con
el que vivió toda su vida y que, al final, dejó incluso en su cuerpo su más
queridas marcas.
Él creyó, y acertó, que si se abrazaba al Crucificado su
ideal estaba salvado y su vida nunca perdería sentido. Y así fue. Aferrado al
ardiente abrazo de Jesús se mantuvo hombre de fe y de fraternidad hasta el
final.
Hombre de abrazos, eso es lo que fue Francisco en su vida;
eso enseñó a sus hermanos; eso es lo que dejó como mensaje y legado.
Puede parecer una manera banal, superficial, de entender a
Francisco, pero hay un hondo misterio en su vida abrazada y abrazante.
Una persona franciscana que no sepa abrazar, que no
practique con profusión la técnica de los abrazos, que no tenga facilidad para
abrir los brazos y el corazón, aún no ha entendido bien a Francisco y a Clara.
El franciscanismo es, entre otras cosas, una escuela de
abrazos. Porque ése es el camino bueno para la fraternidad.
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